LA INCAPACIDAD HUMANA
“Ninguno puede venir a mí,
si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44).
“Venir a Cristo” es una frase muy común en la Sagrada Escritura, y se usa para expresar aquellas acciones del alma por las que, abandonando totalmente nuestra propia justicia y pecados, corremos hacia el Señor Jesucristo para recibir su justicia, como nuestra cubierta, y su sangre como nuestra expiación. El venir a Cristo, pues, entraña el arrepentimiento, la negación de uno mismo y la fe en Él; y compendia todas aquellas cosas que son el necesario acompañamiento de estas extraordinarias condiciones del corazón, tales como la creencia en la verdad, la diligencia en la oración a Dios, la sumisión del alma a los preceptos de su Evangelio, y todo aquello que concurre en la salvación del pecador. Aquel que no venga a Cristo, haga lo que haga y crea lo que crea, está aún en “hiel de amargura y en prisión de maldad”. El venir a Cristo es el primer efecto de la regeneración. Tan pronto como el alma es vivificada descubre su condición perdida, se horroriza ante su estado, busca refugio, y creyendo encontrarlo en Cristo, corre presurosa para hallar en Él su reposo. Donde no hay ese venir a Cristo, ciertamente tampoco ha habido nueva vida; y donde no hay nueva vida, el alma está muerta en delitos y pecados, y como está muerta no puede entrar en el reino de los cielos.
Tenemos ante nosotros una declaración muy sorprendente que muchos catalogan de molesta. Nuestro texto dice que el venir a Cristo es algo completamente imposible para el hombre, a menos que el Padre le trajere; bien que hay quienes afirman que ello es lo más fácil del mundo. Así pues, será nuestro cometido el extendernos sobre esta declaración. No dudamos que siempre será ofensiva para la naturaleza carnal, pero sabemos, no obstante, que esta ofensa a la naturaleza humana ha sido muchas veces el primer paso para traerla humillada a los pies del Señor. Y si
éste es el resultado, no pensemos en la ofensa y gocémonos en las gloriosas consecuencias.
Esta mañana trataré antes que nada de hacer resaltar en qué consiste la incapacidad del hombre. En segundo lugar, cuáles son las formas empleadas por el Padre para traernos a Cristo, y cómo las utiliza sobre el alma. Y finalmente concluiré considerando el dulce consuelo que mana de este texto aparentemente tan árido y terrible.
I. Primeramente, pues, LA INCAPACIDAD DEL HOMBRE. El texto dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”. ¿Dónde radica esta incapacidad? No en defecto físico alguno. Si para venir a Cristo fuese necesario mover nuestro cuerpo o caminar con nuestros pies, ciertamente el hombre tendría poder físico para venir a Él en ese sentido. Recuerdo haber oído decir a un necio antinomiano que el no creía que ningún hombre tuviese poder para ir a la casa de Dios a menos que el Padre le trajere. Aquello era una solemne tontería, porque pudo haber reparado que, mientras el hombre tiene vida y piernas, es tan fácil para él ir a la casa de Dios como a la de satanás. Si el venir a Cristo es el pronunciar una oración, el hombre no tiene defecto físico alguno sobre este articular, si no es mudo, y puede decirla tan fácilmente como proferir la más horrenda blasfemia; lo mismo puede cantar uno de los himnos de Sión, que la más profana y obscena canción. No existe falta de poder físico para venir a Cristo. Todo cuanto es necesario referente a la capacidad corporal, el hombre, en verdad lo tiene; y si la salvación consistiese en esto, estaría total y completamente a su alcance sin ayuda alguna del Espíritu de Dios.
La incapacidad no reside tampoco en alguna deficiencia mental. Yo puedo creer que la Biblia es la verdad tan fácilmente como que lo es cualquier otro libro. Considerando el creer en Cristo como un mero acto mental, yo puedo creer en Él tanto como en cualquier otro. Admitiendo que su declaración sea verdad es
infundado que se me diga que no puedo creerla. Puedo admitir como cierto lo que Cristo dice tanto como las manifestaciones de cualquier otra persona. No hay ninguna deficiencia de capacidad en la mente: el hombre puede apreciar como un mero hecho intelectual la culpa del pecado tanto como la responsabilidad de un asesinato. Yo encuentro tan posible ejercitar la idea mental de buscar a Dios, como ejercitar el pensamiento de la ambición. Si el poder y la fuerza de la mente, considerados como simples factores intelectuales, fuesen necesarios para la salvación, yo poseo cuanto de ese poder y de esa fuerza pudiera necesitar. Es más, creo que no hay ningún hombre tan ignorante que presente su deficiencia mental como excusa para rechazar el Evangelio. El defecto, pues, no reside en el cuerpo o en lo que, hablando teológicamente, nosotros llamamos la mente. No hay deficiencia o insuficiencia en ella, si bien la inutilidad de la mente, su corrupción y ruina, es, después de todo, la misma esencia de la incapacidad humana.
Permitidme que os muestre donde reside realmente la incapacidad del hombre: en lo más profundo de su naturaleza. Por la caída y por nuestro propio pecado, la naturaleza humana ha quedado tan degradada, depravada y corrompida, que para el hombre es imposible venir a Cristo sin el auxilio del Espíritu Santo de Dios. Para ilustraros en qué forma la naturaleza humana ha imposibilitado al hombre para ir a Cristo, os hablaré por medio de una figura. Contemplad una oveja: ¡con que fruición come la hierba! Nunca la habréis visto suspirar por la carroña. No podría alimentarse de lo que come el león. Ahora traedme un lobo; preguntadme si puede comer hierba o ser tan dócil y manso como un cordero. Yo os responderé que no, porque su naturaleza es contraria a ello. “Bien”, me decís, “pero si tiene orejas y patas, ¿no podría oír la voz del pastor y seguirle dondequiera que le lleve?” Claro que podría; no hay ninguna causa física por la que no pueda hacerlo, pero su naturaleza se lo impide y por lo tanto no puede. ¿No podría ser domesticado y hacerse desaparecer su ferocidad? Probablemente fuera dominado de forma que aparentara ser manso, pero siempre existiría una marcada distinción entre él y la oveja por lo dispar
de sus naturalezas. Así pues, la razón por la que el hombre no puede venir a Cristo no es porque haya incapacidad en su mente o cuerpo, sino porque su naturaleza está tan corrompida que no tiene ni el querer ni el poder para venir, a menos que sea traído por el Espíritu.
Pero os daré otra ilustración mucho más clara. Tenemos a una madre con su bebé en los brazos. Poned un cuchillo en sus manos y pedidle que lo clave en el corazón de la criatura. Verdaderamente os dirá que no puede. Por lo que se refiere al poder físico, sí que podría hacerlo si quisiera: tiene el cuchillo y tiene el niño. El pequeño no puede defenderse y ella posee suficiente vigor en su brazo para clavar el puñal en su corazón. Pero está en lo cierto cuando dice que no puede hacerlo. Ella puede pensar en matar a su hijo como un simple acto de la mente, y aun así dice que le es imposible pensar tal cosa; y no dice mentira cuando así habla, porque su naturaleza de madre no le permite hacer algo ante lo cual toda su alma se rebela. Por el hecho de ser la madre de aquel niño, siente que no puede matarlo. Igual ocurre con el pecador. El venir a Cristo es tan odioso a la naturaleza humana que, aunque en lo que respecta a fuerzas mentales y físicas (y éstas no tienen sino una muy pequeña acción en la salvación), los hombres podrían venir si quieran, es estrictamente correcto decir que ni pueden ni quisieren, a menos que el Padre que envió a Cristo les traiga. Profundicemos un poco más en este aspecto de la cuestión, y tratemos de descubrir en qué consiste esta incapacidad humana en sus más minuciosos detalles.
1. Primeramente, en la rebeldía de la humanidad del hombre. “¡Oh!”, dice el arminiano, “los hombres pueden salvarse si quieren”. Mi querido amigo, todos nosotros estamos de acuerdo con eso; pero es precisamente en si quieren donde está la dificultad. Afirmamos que nadie quiere venir a Cristo, a menos que sea traído; o lo que es más, no somos nosotros los que hacemos tal aseveración, sino el mismo Cristo cuando dice: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida”; y mientras este no queréis venir esté escrito en la
Santa Escritura, no nos sentiremos inclinados a creer en doctrina alguna que nos hable de la libertad de la voluntad humana. Es extraño como la gente, cuando habla del libre albedrío, toca un tema del que no tiene ni idea. “Yo creo”, dice uno, “que los hombres podrían salvarse si quisieran.” No, querido amigo, no es ésta la cuestión ni mucho menos. El problema es si los hombres están bien dispuestos, por naturaleza, a aceptar las humillantes condiciones del Evangelio de Cristo. Nosotros declaramos, con la autoridad de la Escritura, que la voluntad humana está tan irremisiblemente maleada, tan depravada, tan inclinada a todo lo malo, y tan opuesta a todo lo bueno, que sin la poderosa, sobrenatural e irresistible influencia del Espíritu Santo, ningún ser humano querrá jamás ser constreñido a ir a Cristo. Tú dices, querido amigo, que algunas veces las personas van a Dios sin la ayuda del Espíritu Santo. ¿Te has encontrado nunca con alguna que fuera? De docenas y centenares, y aun miles de cristianos de diferentes opiniones con los que he conversado, jóvenes y viejos, jamás tuve la suerte de tropezarme con uno que pudiera afirmar haber venido a Cristo por sí mismo, sin haber sido traído. La confesión universal de todo creyente verdadero es ésta: “Yo sé que si Jesucristo no me hubiera buscado cuando yo era un errante peregrino alejado del redil de Dios, ahora estaría lejos, muy lejos de Él, y amando cada vez más esa distancia”. Todos los creyentes afirman a una la verdad de que los hombres no vendrán a Cristo a menos que el Padre que le envió les trajere.
2. No solamente es la obstinación de la voluntad, sino también el oscurecimiento de la inteligencia. De esto tenemos abundantes pruebas en la Escritura. No estoy haciendo meras afirmaciones, sino declarando doctrinas que son enseñadas autoritariamente en las Santas Escrituras y grabadas en la conciencia de cada cristiano; en ellas se nos enseña que el entendimiento del hombre está tan entenebrecido que, a menos que reciba la luz, no podrá comprender de ninguna manera las cosas de Dios. El hombre es ciego por naturaleza. La cruz de Cristo, tan llena de glorias y de esplendorosos atractivos, nunca atrae al pecador, porque es
ciego y no puede ver sus bellezas. Habladle de las maravillas de la creación, mostradle el arco multicolor que cruza los cielos, enseñadle la grandeza de un paisaje, y verá todo esto; pero habladle de las maravillas del pacto de la gracia, habladle de la seguridad del creyente en Cristo, contadle las perfecciones de la persona del Redentor, y será completamente sordo a todas vuestras descripciones; seríais, en verdad, como uno que tocara una bella melodía, pero él no prestaría atención porque es sordo y no puede oírla, ñi comprenderla.
O como nos dice la Escritura: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”; y puesto que es hombre natural, no está en él el poder de discernir las cosas que son de Dios. Alguno dice: “Yo creo que he llegado a un grado bastante elevado de discernimiento en asuntos teológicos, y no encuentro dificultad en entender casi todos sus puntos”. Cierto; puedes haber llegado, pero sólo en la letra; porque el espíritu de ella, lo verdaderamente asimilable para el alma, y una comprensión real es completamente imposible que lo hayas logrado a menos que hayas sido traído por el Espíritu. La mente camal no puede percibir las cosas espirituales, y a menos que hayas sido regenerado y hecho criatura espiritual en Cristo Jesús, entre tanto que esta Escritura sea verdad debes admitir como cierto que tú no las has percibido. La voluntad, pues, y el entendimiento son dos grandes puertas tapiadas hasta el dintel por las que no podemos salir para ir a Cristo; y mientras nó sean abiertas por la dulce influencia del Espíritu Santo, permanecerán cerradas para todo lo que sea ir a Cristo.
3. Consideraremos ahora esta incapacidad en los afectos, que constituyen una gran parte del individuo y que están también depravados. El hombre, tal como es antes de recibir la gracia de Dios, ama todas y cada una de las cosas más que lo espiritual. Si queréis comprobarlo, mirad a vuestro álrededor. No es necesario que busquéis la depravación de los afectos humanos en un lugar
particular. Dirigid vuestra mirada a cualquier sitio; no hay calle, ni casa, ni, lo que es peor; corazón, que no pueda mostrar la triste evidencia de esta terrible verdad. ¿Por qué los hombres no están universalmente reunidos en la casa de Dios el domingo? ¿Por qué no leemos más asiduamente nuestras Biblias? ¿Por qué la oración es descuidada casi generalmente? ¿Cuál es la causa de que Jesucristo sea tan poco amado? ¿Por qué, los que profesan ser sus seguidores sienten tan poco afecto hacia Él? ¿De dónde proceden estas cosas? Es bien cierto, amados hermanos, que no podemos atribuirlas a ninguna otra fuente que no sea la corrupción e invalidación de los afectos. Amamos lo que debiéramos odiar y odiamos lo que debiéramos amar. No se debe a otra cosa que a la naturaleza caída el que amemos más esta vida que la venidera. No es sino por el efecto de la caída que amamos más al pecado que la justicia, y los caminos de este mundo más que los de Dios. Y, lo repetimos de nuevo, mientras estos afectos no sean renovados y convertidos en corriente de agua viva por la misericordiosa influencia del Padre, nadie podrá amar al Señor Jesucristo.
4. Hablemos ahora sobre la conciencia, también subyugada por la caída. Creo que no hay mayor error entre los teólogos que el que cometen cuando enseñan a la gente que la conciencia es el vicario de Dios en el alma, y uno de los poderes que conservan su primitiva dignidad alzándose entre sus caídos compañeros. Hermanos míos, cuando el hombre cayó en el Edén, toda la humanidad fue derribada. No quedó en pie ni un solo pilar del templo humano. Es cierto, la conciencia no fue destruida. No fue hecha añicos; cayó en una pieza, y allí quedó tendida como el más poderoso vestigio de lo que fuera obra perfecta de Dios en el hombre. Pero de que la conciencia cayó, estoy plenamente seguro. Contemplad la humanidad. ¿Quién de entre los hombres tiene “una buena conciencia delante de Dios”, sino el que es regenerado? ¿Imagináis que los hombres podrían vivir cometiendo cada día esos actos que son tan contrarios a la justicia como las tinieblas a la luz, si sus conciencias les gritaran continuamente de forma clara y potente? No, amados, la conciencia me dice que soy un
pecador; pero no puede hacérmelo sentir. La conciencia puede decirme que tal o cual cosa es mala, pero ni ella misma sabe hasta que punto puede ser mala. ¿Ha advertido la conciencia alguna vez al hombre que sus pecados merecían la condenación, si no ha sido por la iluminación del Espíritu Santo? Y si lo ha hecho, ¿le llevó a sentir aborrecimiento del pecado como tal? O dicho más claramente: ¿llevó la conciencia alguna vez a alguien a la renuncia de sí mismo, de forma que se detestase a él y a todas sus obras y se entregase a Cristo? No, aunque la conciencia no está muerta, está arruinada, su poder ha sido dañado, ya no tiene aquella agudeza de vista, aquella mano poderosa, ni aquella voz de trueno que tuvo antes de la caída, sino que ha dejado en gran manera de ejercer su supremacía en la ciudad de alma humana. Así pues, amados, por esta misma razón de que la conciencia está depravada, es de todo punto necesario que el Espíritu Santo intervenga para mostrarnos la necesidad de un Salvador y llevarnos al Señor Jesucristo.
“Entonces”, dirá alguno, “por lo que ha dicho hasta ahora, me parece entender que usted considera que la razón por la que los hombres no vienen a Cristo es la de no querer en vez de la de no poder”. Cierto, más que cierto. Yo creo que la razón más poderosa de la incapacidad humana reside en la rebeldía de su voluntad. Una vez superado esto, creo que está quitada la piedra del sepulcro, y la parte más difícil de la batalla está ya ganada. Pero permitidme que vaya un poco más lejos. El texto no dice: “Ninguno quiere venir”, sino: “Ninguno puede venir”. Ahora bien, muchos intérpretes creen que la palabra puede no es sino una expresión enfática que no expresa más que el significado de querer. Estoy firmemente seguro que esta· interpretación no es correcta. En el hombre no hallamos solamente oposición a ser salvado, sino también impotencia espiritual para venir a Cristo. Y esto se lo demostraré al menos a los cristianos. Amados, os hablo a vosotros que habéis sido ya vivificados por la gracia divina: ¿No os enseña vuestra experiencia que hay veces que queréis servir a Dios y no tenéis el poder para hacerlo? ¿No ha habido ocasiones en las que os habéis visto obligados a decir que quisierais creer y habéis
tenido que orar: “Señor, ayuda mi incredulidad?” Porque aunque habéis recibido suficiente testimonio de Dios, vuestra naturaleza carnal era demasiado poderosa para vuestras fuerzas, y sentisteis la necesidad de ayuda sobrenatural. ¿Sois capaces de entrar en vuestra habitación a cualquier hora que queráis y caer sobre vuestras rodillas diciendo: “Quiero ser diligente en la oración para estar cerca de Dios?” ¿Encontráis vuestro poder parejo con vuestro querer? ¿Podréis decir aun delante del mismo tribunal de Dios que sois sinceros en vuestra buena voluntad? ¿Anheláis absorberos en vuestra devoción, y es vuestro deseo que vuestra alma no se aparte de una perfecta contemplación del Señor Jesucristo? Pero veis que, aun cuando estáis dispuestos, no podéis hacerlo sin la ayuda del Espíritu. Ahora bien, si los reavivados hijos de Dios encuentran esta incapacidad espiritual, ¿cuánto más no la encontrará el pecador que está muerto en delitos y pecados? Si aun el cristiano maduro, después de treinta o cuarenta años, se encuentra dispuesto pero sin poder, si tal es su experiencia, ¿no parecerá más lógico que el pobre pecador que todavía no ha creído necesite el poder tanto como el querer?
Pero aun hay otro argumento. Si el pecador tiene poder para venir a Cristo, me gustaría saber cómo vamos a interpretar las continuas descripciones que se nos hacen en la santa Palabra de Dios sobre la situación del inconverso. Se nos dice que el que no ha sido regenerado está muerto en delitos y pecados. ¿Afirmaréis que la muerte implica solamente la ausencia de la voluntad? ¿Podéis estar seguros de que un cadáver es tan impotente como reacio? Pero, por otra parte ¿es que no ve la gente que existe una clara distinción entre querer y poder? ¿No podría ser vivificado ese cadáver lo suficiente, como para tener un deseo, y a pesar de eso seguir tan impotente que no moviera ni siquiera un pie o una mano? ¿Es que no hemos presenciado casos de personas que han sido lo bastante reanimadas como para dar señales de vida, y no obstante han estado tan casi muertas que no han podido hacer el más ligero movimiento? ¿No existe una clara diferencia entre la manifestación del querer y la manifestación del poder? Sin
embargo, es totalmente cierto que la voluntad precede al poder. Haced a un hombre diligente y será hecho poderoso, porque, cuando Dios da la voluntad, no atormenta a la persona haciéndola desear algo que no puede efectuar; empero, Él hace tal separación entre la voluntad y la capacidad, que ambas cosas se echan de ver claramente como dones completamente distintos del Señor nuestro Dios.
Aun tenemos otra pregunta que hacer: Si todo cuanto el hombre necesita que le sea dado es el querer, ¿no queda con ello degradado el Espíritu Santo? Si solemos dar toda la gloria a Dios el Espíritu Santo por la salvación obrada en nosotros, pero al mismo tiempo afirmamos que todo cuanto necesitamos de Él es el querer para obrar estas cosas por nosotros mismos, ¿no nos hacemos participantes de su gloria? y siendo así, podríamos decir osadamente: “Es cierto que el Espíritu me infundió la voluntad para hacer estas cosas, pero fui yo quien la ejerció por sí mismo, y por lo tanto puedo gloriarme; y no arrojaré mi corona a sus pies, porque he sido yo quien las ha obrado sin ninguna ayuda de lo alto; mía es, yo la he ganado y nadie me la usurpará”. Mientras en la Escritura se diga que es siempre la persona del Espíritu Santo la que obra en nosotros el querer y el hacer por su buena voluhtad, mantendremos como legítima inferencia que su obra consiste en algo más que otorgarnos el querer; y que por lo tanto, el pecador, no solo precisa la voluntad, sino que también necesita el poder, ya que carece verdadera y totalmente de Él.
Ahora, antes de abandonar esta consideración, permitidme que me dirija a vosotros un momento. Frecuentemente se me acusa de predicar doctrinas que pueden hacer mucho daño. Pues bien, no voy a negar tal acusación, porque no me preocupa mucho el responderla. Aquí presentes están mis testigos que probarán que, efectivamente, cuanto he predicado ha hecho gran daño, pero no a la moralidad o a la iglesia de Dios, sino a satanás y su causa. Esta mañana no son uno ni dos los que se gozan de haber sido traídos a Dios, sino centenares de ser profanos quebrantadores del
domingo, borrachos o personas mundanas, han sido llamados a conocer y amar al Señor Jesucristo; y si esto es hacer daño, quiera Dios en su infinita misericordia maltratarnos de esta manera miles y miles de veces más. Pero hay más aún: ¿Qué verdad no herirá al que haga mal uso de ella? Los que predicáis la redención general gustáis de proclamar la gran verdad de la misericordia de Dios hasta el último momento de la vida. Pero, ¿cómo osáis predicar eso? Muchas personas se infieren daño al posponer el día de la gracia creyendo que la última hora es tan buena como la primera. Si hubiésemos de predicar solamente aquello que el hombre no pudiera denigrar ni utilizar malamente, deberíamos sujetar nuestra lengua para siempre. También hay quien dice: “Así pues, si yo no puedo salvarme por mi mismo, si yo no puedo ir a Cristo, no me preocuparé en absoluto ni intentaré hacer nada”. Los que así hablan con pleno conocimiento, están firmando su sentencia. Muchas veces hemos dicho con toda claridad que hay muchas cosas que vosotros podéis hacer. El venir a la casa de Dios está en vuestra mano; el estudiar su Palabra con diligencia está a vuestro alcance; el renunciar a vuestra carnalidad, el abandonar a los vicios a los cuales os entregáis, el vivir una vida honrada, sobria y virtuosa, está en vuestro poder. Para ello no necesitáis ninguna ayuda del Espíritu Santo, pues todo esto lo podéis hacer por vosotros mismos; pero el venir a Cristo, ciertamente, no está en vuestra capacidad si antes no habéis sido renovados por el Espíritu Santo.
Y no olvidéis que vuestra falta de poder no os excusa, dado que no queréis venir y que vivís en continua y voluntaria rebelión contra Dios. Vuestra falta de poder radica principalmente en la obstinación de la naturaleza. Imaginaos que una persona mentirosa se lamentara de no poder hablar verdad a causa del tiempo que lleva sumida en la mentira, y dijera que le es imposible dejar su vicio; ¿podría esto excusarla? Si un hombre que ha estado entregado a sus pasiones por mucho tiempo os dijera que se siente aprisionado por ellas como por una red de hierro, y que no puede deshacerse de sus deseos, ¿aceptaríais esta razón como una
excusa? Sinceramente no hay justificación alguna. Si un vicioso de la bebida llegase a estar tan suciamente alcoholizado que le fuera imposible pasar por delante de una taberna sin entrar en ella, ¿le disculparíais por ello? No; porque su incapacidad para reformarse reside en su misma naturaleza, que no siente el deseo de refrenar o superar. El efecto y la causa, al proceder ambos de la misma raíz de pecado, no pueden excusarse el uno al otro. ¿Cuál es la causa de que el etíope no pueda mudar su piel, ni el leopardo sus manchas? Es por el hecho de haber aprendido a hacer el mal, por lo que ahora no podéis hacer el bien; y por lo tanto, en lugar de no preocuparos y tratar de excusaros a vosotros mismos, deberíais espantaros e inquietaros por ello. Recordad que el permanecer sin hacer nada es estar condenados para toda la eternidad. ¡Quiera el Espíritu Santo de Dios hacer uso de esta verdad en un sentido muy diferente! Confío en que antes de terminar seré capacitado para mostraros como esta verdad, que aparentemente condena a los hombres y les cierra la puerta, es, después de todo, la gran verdad que ha sido bendecida para la conversión de muchos.
II. Nuestro segundo punto es LAS FORMAS DE TRAER DEL PADRE. “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere”. ¿Cómo, pues, trae el Padre a los hombres? Los teólogos arminianos enseñan, generalmente, que Dios trae a los hombres por medio de la predicación del Evangelio. Muy cierto. La predicación del Evangelio es el instrumento para traer a los hombres, pero debe haber algo más. ¿A quién dirigió Cristo las palabras de nuestro texto? Al pueblo de Capernaum, donde Él había predicado con frecuencia, donde había anunciado con tristeza y dolor las maldiciones de la ley y las invitaciones del Evangelio. En aquella ciudad había hecho grandes señales y obrado muchos milagros. En efecto, tales enseñanzas y testimonios milagrosos les fueron mostrados a ellos, que Él declaró que Tiro y Sidón tiempo ha que sentadas en silicio y ceniza se habrían arrepentido, si hubiesen sido bendecidas con tales privilegios. Así pues, si la predicación del mismo Cristo no bastó para traer aquellos hombres a Él, es imposible creer que el Padre intentará traerles simple y totalmente
por medio de la predicación. No, hermanos, debéis notar que Él no dice que ninguno puede venir si el ministro no le trajere, sino si el Padre no le trajere. Desde luego, existe tal cosa como ser traído por el Evangelio y ser traído por el ministro sin haberlo sido por Dios. Pero ciertamente es una atracción divina la que se quiere indicar con esto; ser traído por el Altísimo Dios--la primera persona de la Santísima Trinidad enviando a la tercera, el Espíritu Santo, para inducir a los hombres a venir a Cristo. Hay otros que cambian de postura y dicen burlonamente: “Entonces, ¿cree usted que Cristo arrastra a los hombres hacia Él a pesár de que no quieran?” Recuerdo haberme encontrado una vez con uno que me dijo: “Señor, usted predica que Cristo coge a la gente por los cabellos y la fuerza a ir a Él”. Cuando le dije que le agradecería me dijera la fecha del sermón en el que oyó tan extraordinaria doctrina, no la recordaba. Pero yo le dije que Cristo no traía a la gente cogida por los cabellos de la cabeza, sino que la arrastraba agarrada por el corazón tan poderosamente como podría sugerir el ejemplo que él mismo me había puesto.
Notad que en el traer del Padre no hay compulsión de ninguna clase. Cristo nunca constriñó a nadie a venir en contra de su voluntad. Si un hombre no estuviera dispuesto a ser salvado, Cristo no lo salvaría en contra de su deseo. ¿Cómo le trae, pues, el Espíritu Santo? Haciéndole dispuesto. El Espíritu no se vale de la “persuasión moral”, sino que emplea un método mucho más certero para tocar el corazón. Se introduce en lo más profundo y secreto del alma y, Él sabrá cómo, por alguna misteriosa operación vuelve el sentir de la voluntad en la dirección contraria, de manera que, como Ralph Erskine dice paradójicamente, el hombre es salvado “con pleno asentimiento en contra de su voluntad”; es decir, en contra de su vieja voluntad. Pero es salvado con pleno asentimiento, porque ha sido hecho deseoso en el día del poder de Dios. No penséis que nadie vaya a ir al cielo pateando todo el camino y forcejeando contra la mano que le lleve. No imaginéis que nadie vaya a ser lavado en la sangre del Salvador en tanto que esté tratando de apartarse de su lado. Oh, no. Es completamente
cierto que, al principio, todo hombre se opone a ser salvo. Cuando el Espíritu Santo deja sentir su influencia en el corazón, se cumple la Escritura: “Llévame en pos de ti, correremos”. Proseguimos tras Él en tanto nos lleva, contentos de obedecer la voz que una vez despreciamos. Pero el quid de la cuestión está en el cambio de la voluntad.
Cómo ocurre esto, ninguna carne lo sabe; es uno de esos grandes misterios que son claramente percibidos por sus resultados, pero cuya causa ninguna lengua podría decir, ni ningún corazón adivinar. Sin embargo, por su forma aparente, yo puedo deciros como opera el Espíritu Santo. Lo primero que el Espíritu encuentra cuando entra en el corazón del hombre es esto: que la persona está pagada de sí misma; y no hay nada que impida tanto al hombre venir a Cristo como el tener una excelente opinión de sí mismo. Dice el hombre: “Yo no necesito ir a Cristo. Mi justicia es tan buena como cualquiera pudiera desear, y estoy convencido de que puedo entrar en el cielo por mis propios méritos”. El Espíritu Santo destapa su corazón, le muestra el repugnante cáncer que está carcomiendo su vida poco a poco, le descubre toda la negrura e inmundicia de aquel vertedero del infierno -el corazón humano-, y entonces el hombre tiembla horrorizado. “Jamás pensé que yo fuera así. ¡Oh! aquellos pecados que yo consideraba como minucias han elevado sus ramas a gran altura. Lo que yo tenía por colina, se ha convertido en montaña; lo que antes era mancha sobre la pared, ha llegado a ser ahora como cedro del Líbano.” “¡Oh!” dice para sí, “trataré de enmendarme; haré tantas buenas obras que borre todas mis negras acciones.” Es entonces cuando llega el Espíritu Santo y le muestra que no puede hacer tal cosa; le despoja de todo su fantasioso poder y fuerza de tal formá que, haciéndole caer en agonía sobre sus rodillas; clama: “¡Oh! una vez creí poderme salvar por mis buenas obras, pero ahora veo que
Toda una eternidad llorar podría,
Podría en vivo celo desvelarme;
Mas esto mi pecado no expiaría.
¡Sólo Tú, mi Señor, debes salvarme”!
Entonces el corazón se deshace y el hombre se encuentra al borde de la desesperación. Y clama: “Jamás podré ser salvo. Nada puede salvarme”. Pero he aquí que se acerca el Espíritu Santo, muestra al pecador la cruz de Cristo, y ungiendo sus ojos con colirio celestial le dice: “Mira aquella cruz; aquel Hombre murió por salvar a los pecadores; tú sabes que lo eres, ´Él murió por ti”. Y hace que el corazón pueda creer y venir a Cristo. Y cuando viene, traído por el dulce influjo del Espíritu, encuentra “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, la cual guardará su corazón y pensamientos en Cristo Jesús”. Ahora pues, podéis percibir que todo esto puede ocurrir sin ninguna compulsión. El hombre es traído tan voluntariamente que parece como si no fuera traído; y viene a Cristo con pleno consentimiento, con tan pleno consentimiento como si ningún influjo secreto hubiese sido ejercido en su corazón. Pero es completamente necesario que esa influencia haya tenido lugar, o de otro modo nunca hubiera habido ni habría nadie que quisiera o pudiera venir al Señor Jesucristo.
III. Y ahora, cuando estamos próximos a terminar, concluiremos nuestro sermón haciendo UNA APLICACIÓN PRÁCTICA DE LA DOCTRINA, y confiamos en que sirva para consuelo. “Bien”, dirá alguno, “si lo que este hombre predica es verdad, ¿qué voy a hacer con mi religión? Porque, ¿sabe usted?, llevo muchos años esforzándome, y desazona oírle decir que nadie puede salvarse por sí mismo. Yo creo que sí, si es que se persevera; y sí he de admitir lo que usted dice, tendré que abandonarlo todo y comenzar de nuevo”. Mis queridos amigos, sería algo maravilloso si así lo hicierais. No creáis que yo me alarmaría si tomarais esa decisión. Tened presente que lo que estáis haciendo es edificar vuestra casa sobre la arena, y es una obra de caridad la que os hago al sacudirla un poco.
Os aviso en el nombre de Dios que, si vuestra religión no tiene bases más firmes que vuestra propia fuerza y poder, no resistiréis el juicio de Dios. Nada perdurará por toda la eternidad, sino aquello que procede de la eternidad. A menos que el eterno Dios haya
hecho su buena obra en vuestros corazones, todos vuestros actos habrán de rendir cuentas en aquel gran día del juicio. Es en vano que seáis asiduos visitantes de iglesias o capillas, guardadores del domingo, y observantes en vuestras oraciones; es inútil que paséis por buenas personas ante vuestros vecinos y que vuestra conversación sea intachable; es en vano que confiéis en estas cosas, si son toda vuestra esperanza de salvación. Continuad, sed tan virtuosos como queráis, guardad perpetuamente el domingo, vivid tan santamente como podáis. Yo no os disuadiré de ello. Dios no lo quiera; creced en buenas obras, pero, por amor a vosotros mismos, no pongáis en ellas vuestra confianza: porque si fiáis en ellas, descubriréis, cuando más las necesitéis, que no os sirven para nada. Y si hay algo más para lo que os hayáis sentido capaces sin el auxilio de la divina gracia, cuanto antes os desembaracéis de la esperanza que ha sido engendrada por ello, tanto mejor para vosotros; porque es vana ilusión el confiar en las obras de la carne.
Un cielo espiritual debe ser habitado por hombres espirituales; y la preparación para entrar en él ha de ser obrada por el Espíritu de Dios. “Pero”, dice algún otro, “yo he seguido las doctrinas de una religión en la que, por boca de sus ministros, se me ha enseñado que podía arrepentirme y creer cuando quisiera; y he aquí que yo lo he demorado día tras día. Creí que podría hacerlo en cualquier momento, que sólo tendría que decir: “Señor, ten misericordia de mí, y creer, y así ser salvo. Usted me ha despojado de toda mi esperanza, y siento que el horror y el espanto se apoderan de mí.” A ti te digo también, mi querido amigo: Me alegro de ello. Este era el efecto que yo esperaba lograr. Y oro para que este sentimiento te sea multiplicado. Cuando desesperas de salvarte a ti mismo, confío en que Dios ha comenzado ya a hacerlo. Me regocijaré cuando te oiga decir: “No puedo ir a Cristo. Señor, llévame, ayúdame”; porque si alguien siente el deseo, aunque no tenga el poder, es señal de “que la gracia ha comenzado a obrar en su corazón, y Dios no le dejará hasta que su obra sea acabada.
Pero no olvides, descuidado pecador, que tu salvación depende de la mano de Dios. ¡Oh! recuerda que estás completamente en sus manos. Tú has pecado contra Él y, si quiere condenarte, condenado estás. No puedes resistir a su voluntad ni frustrar su propósito. Has merecido su ira, y si Él quiere derramar sobre tu cabeza toda la abundancia de su cólera, tú no puedes hacer nada para evitarlo. Pero si por, otra parte decide salvarte, Él es poderoso para hacerlo hasta lo sumo. Tú eres,en sus manos lo que una indefensa mariposa seria entre tus dedos. Él es el Dios a quien tú has ofendido cada día. ¿No te hace estremecer el pensamiento de que tu destino eterno está en las manos de Aquel a quien has enojado y enfurecido? ¿No tiemblan tus rodillas y la sangre se te hiela en las venas? Si así es me gozo en ello, porque esto puede ser el primer efecto de la acción del Espíritu en tu alma. ¡Oh! tiembla al pensar que el Dios al que tú has encolerizado es el Dios de quien depende completamente tu salvación o condenación. Temblad y “besad al Hijo, para que no se enoje y perezcáis en el camino, cuando se encendiere un poco su furor”.
Y he aquí ahora el pensamiento que servirá de consuelo: Muchos de vosotros sóis conscientes de estar acercándoos a Cristo esta mañana. ¿No habéis empezado a derramar lágrimas de arrepentimiento? ¿No os encerrasteis a solas en vuestra habitación antes de venir orando en devota preparación para oír la Palabra de Dios? Y durante el culto de esta mañana, ¿no ha clamado vuestro corazón desde lo más profundo: “Señor, sálvame o perezco, porque yo no puedo salvarme a mí mismo”? ¿Y no podríais alzaros ahora de vuestros asientos y cantar:
“Oh, gracia soberana, te rindo el corazón;
Cautivo soy de grado, de mi amado Señor.
Yo quiero ser llevado en alas de triunfo
A cantar la victoria del Verbo Redentor”.
¿Y no he oído yo mismo que habéis dicho en vuestro corazón: “Jesús, Jesús, toda mi confianza está en ti. Yo sé que ninguna de
mis justicias y virtudes puede salvarme; solamente tú, oh Cristo, puedes hacerlo; pase lo que pase me entrego completamente a ti”? ¡Oh, hermano, estás siendo traído por el Padre, porque no podrías venir si Él no te trajere! ¡Dulce pensamiento! Y si has sido traído, ¿sabes cuál es la maravillosa conclusión? Déjame decírtelo con palabras de la Escritura, y ojalá te sirvan de consuelo: “Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado, por tanto, te prolongue mi misericordia”. Sí, hermano mío que lloras, puesto que vienes a Cristo, Dios te ha traído; y puesto que Él te ha traído, ello es la prueba de que te amó desde antes de la fundación del mundo. Eres uno de los suyos, deja que tu corazón salte dentro de ti. Tu nombre fue escrito en las manos del Salvador cuando fueron clavadas en el maldito madero. Tu nombre brilla hoy en el pectoral del Sumo Sacerdote; sí, allí estaba antes que el lucero del alba fuese emplazado en el firmamento, o los planetas iniciaran su ciclo. Gózate en el Señor; tú que has venido a Cristo, y dad saltos de alegría todos los que habéis sido traídos por el Padre. Porque ésta es vuestra prueba, vuestro solemne testimonio, de que habéis sido escogidos de entre todos los hombres en eterna elección, y que seréis guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada.
Este mensaje te llegó por la voluntad de Dios mediante el Ministerio Gracia Abundante. Nuestro ministerio está bajo la autoridad de una iglesia local ubicada en la calle 2a Privada de la Noria #114, Colonia Centro, de la ciudad de Oaxaca. Nuestros cultos públicos se llevan a cabo los martes y jueves a partir de las 7:00 P.M., y los domingos a partir de las 11:00 A.M. terminando aproximadamente a las 4:00 P.M. Nuestros cultos son ordenados conforme a la norma de la Palabra de Dios para la gloria del Único digno de recibir toda la honra y gloria. Deseamos que nuestras reuniones siempre den la preeminencia al Señor Jesucristo y no al hombre. Procuramos estudiar la Palabra de Dios mediante la manifestación del verdadero Evangelio y una sana exposición de las Escrituras. Se le invita cordialmente a todo aquel que quiera aprender de la Palabra de Dios y de seguir en pos del Señor Jesús que nos acompañe.
..ceva deosebit..din partea Lui..
Mii de multumiri Raluca pt informatie.Domnul sa zideasca oile Sale prin acest mesaj.